lunes, septiembre 03, 2012

La primavera no me trae amor, sino tristeza.

La niebla cruje sobre mis pies como un vestido alargado y húmedo, los árboles tristes vacilan en el horizonte. Me refugio en el corazón de la noche interior, en la oscuridad de mi alma que yace cansada. Excavo dentro de su oscuridad un escondrijo para mi pena. Me hago pequeño, pequeño. Alguien desea atravesar los puentes que me podrían sacar de la muerte, alquien que soy yo mismo pero ya derrotado. Tengo miedo, se me escapa la fe. Descarriada mi esperanza, empalidecen las estrellas y la noche se apaga y para siempre se posa en mí. Pasa, vuelve a pasar, vuelvo a morir, vuelvo al dolor. De rodillas pronuncio un requiem de desesperación para mis sueños, mientras se me apaga la luz en los ojos. El son de las calles llenas de gente, repique de campanas marcando la fantasía del tiempo. El silbido de un tren, la lucha en mi interior. Caigo sobre cristales empañados en una sorda luz crepuscular, corto mi mano con un fragmento, juego a la ruleta rusa con las posibilidades. Mi dolor emana de mi pena y me convierte en un tirano poderoso, con la frente ennegrecida, los dientes crujiendo, los músculos en un rip de desesperación tan calma, tan pura... tal como si me encadenaran a una dura condenación. Tengo vocación de Prometeo, pero destino de Hades. Amé, sentí, caí, fallé, me levanté, pedí perdón, sentí el dolor de los que hierran, pero amé. Y fue, pasó. Ahora, de un día para otro, estoy cruzando mi propia frontera, ahuyentando multitudes de esperanzas que me han nublado y dado falsa paz. Con grandes alas negras un pesar profundo ensombrece a lo ancho mi rostro. Pasa, vuelve a pasar. Lejos me arrastra el tiempo, mientras me hundo en luctuosos abismos invernales. Tiempo abajo, tiempo fuera. Por entre eternidades cuyo horizonte humea como fuego, la primavera no me trae amor, sino tristeza.

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